Mientras no se encuentra en sí mismo y en lo que persigue, el hombre no puede sentirse viejo.
La edad puede filtrarse unas en otras y a veces da mal resultado; un niño sabio es pavoroso.
Los primeros cuarenta años de vida nos dan el texto; los treinta siguientes, el comentario.
La juventud es petulante y la vejez es humilde; sin embargo, veinte años los tiene cualquiera, y lo difícil es tener más de cien.
Nunca debe uno fiarse de una mujer que le dice a uno su verdadera edad. Una mujer capaz de decir eso, es capaz de decirlo todo.
A los veinte años un hombre es un pavor real; a los treinta, un león; a los cuarenta, un camello, a los cincuenta, una serpiente; a los sesenta, un mono, y a los ochenta nada.
El hombre a los veinte años no cree en la mujer, no tiene corazón; y el que sigue creyendo en ella a los cuarenta, no tiene entendimiento.
La infancia esa ignorante; la mocedad, ligera de cascos, la juventud, temeraria, y la vejez, malhumorada.
Ninguno es tan viejo que no pueda vivir un año, ni tan mozo que hoy no pudiese morir.